9/11/06

El miedo


Transcurría lentamente el onceavo mes en el pequeño pueblo de Ventomayor. El servicio meteorológico anunciaba una fuerte tormenta a mediados de semana y los más viejos de este municipio predecían un temporal sin precedentes.
Ventomayor formaba, junto con Santa Eulalia, el único núcleo habitado del llamado Mar das Cabras, un capricho robado a la península por el todopoderoso Océano Atlántico. La fría noche abrazaba al mundo y el viento hablaba a gritos cuando pasaba por las estrechas calles del pueblo. El muelle medía sus fuerzas con las grandes olas mientras Manuel el marinero dejaba atrás la lonja en dirección a la posada.
Al entrar su nariz se inundó de los familiares olores a tabaco, sal y chimenea.
-¡Se nos viene encima una buena! –fue su saludo.
-Y que lo digas –respondió Jacinto, el octogenario tabernero.
-¿Qué dice la radio?.
-No funciona. Llevo toda la tarde intentándolo y no coge ninguna emisora.
-Es por la tormenta, la televisión tampoco funciona –dijo Sebastián (uno de los lobos de mar habituales de la taberna), que se sostenía al pueblo, a la cordura, por medio de la vieja barra de madera donde cada noche Jacinto le servía el vino.
-Buenas noches, Sebastián –sentenció Manuel mientras descubría en su mirada punzante que no había olvidado la riña que ambos tuvieron la semana anterior,
-Buenas noches –fue la escupida respuesta.
No empezaba bien la noche. Sólo disfrutaba de un rato de ocio y esta vez tendría como acompañante a la única persona con la que había discutido en años. Para mayor desgracia, se había llevado horas intentando localizar a Jesús “el de la leña”, ya que la chimenea de casa se estaba quedando sin alimento, y no lograba dar con él. Su última esperanza era encontrarlo en aquel lugar y acababa de desvanecerse. Resultaba extraño que el local estuviese vacío a esa hora. Inspeccionaba a su alrededor cuando un movimiento entre las mesas del fondo llamó su atención. Una figura delgada en la penumbra leía un libro gracias a la luz de la calle que entraba por una ventana. Era extranjero, de eso no cabía duda, cada persona desprende un aura, una mezcla de olor y manera, que delata su procedencia. Él era extranjero, y de muy lejos.
-¿Quién es ese? –preguntó a Jacinto en voz baja.
-No sé. Llegó hace un par de horas, pidió una jarra de cerveza y se sentó a leer. Es un tipo extraño, ¿no crees?.
Durante la reunión de pescadores para decidir el capataz Manuel fue convencido por varios compañeros para solicitar el puesto. La aprobación parecía unánime hasta que Sebastián pidió la palabra. “No creo que Manuel esté capacitado para ocupar esa responsabilidad. Por mucho que haya cambiado, no creo que su carácter ayude a intermediar entre cualquier disputa que pueda surgir”. Gritos e insultos siguieron a esta malograda intervención, suspendiéndose el evento hasta nuevo aviso.
Hacía tiempo que Manuel quería demostrar a la gente que había superado su problema, que ya no perdía el control. Debía convencer a esas miradas hirientes que lo maltrataban desde que se reconoció su gran pecado. Necesitaba que todos supieran de verdad que nunca más volvería a tocar a Matilde. El doctor le había guiado entre las sombras y ahora no volvería a recurrir a la fuerza, jamás permitiría que aquel ímpetu que utilizó en su juventud para ser respetado y temido dominara su propia conciencia. Si hay algo que de verdad odiaba en el mundo es la expresión de terror de Javito mientras que abofeteaba a su madre. Toda la voluntad que había necesitado para seguir el tratamiento la sacaba de aquella expresión. No podía consentir que su propio hijo le tuviera miedo.
-Hoy he tenido un buen día –mintió con una mueca que valía de sonrisa- pon una ronda a mi cuenta Jacinto.
El camarero llenó tres cervezas y sirvió a Manuel y Sebastián, seguidamente se acercó al extranjero y puso la última copa sobre su mesa. En ese momento el extraño levantó la vista del libro y alzó el brazo.
-Mil gracias, caballero –dijo con voz ronca y acento insólito.
-Permítame al menos conocer el nombre de la persona a la que invito a beber.
-Si le soy sincero, hace tanto tiempo que nadie me llama por mi nombre que he llegado a olvidarlo.
-¿Cómo es posible algo así? –preguntó Sebastián apoyando la espalda en la barra.
-Sí, jeje... eso mismo me he preguntado yo muchas veces. Quizá la razón sea mi oficio, que me impide quedarme mucho tiempo en un mismo lugar.
-¿Y cuál es ese oficio?, si no es mucho preguntar.
-Se puede decir que soy Cuentacuentos. Me dedico a ir de pueblo en pueblo narrando historias increíbles que han pasado alguna vez en algún sitio. Igualmente, llevo conmigo un modesto pero inaudito espectáculo de marionetas que me cabe en esta maleta –respondió adelantando la cabeza hacia la luz de la ventana y mostrando el equipaje lleno de pegatinas y colores extravagantes, en el cual podía leerse “Compañía El gárrulo mudo”. Su rostro era extremadamente delgado, casi sepulcral y sus ojos denotaban haber provocado miles de emociones alrededor del mundo.
-Poco sueldo veo yo en eso –opinó Jacinto.
-Siempre me encuentro con personas amables que me invitan a beber –dijo señalando a Manuel- u otras a las que no les importa compartir su comida a cambio de una buena historia.
-Pues, aunque no lo crea, en este maldito pueblo no me consideran capaz de nada bueno –dijo el marinero sin pensarlo, como si una fuerza exterior le moviera los labios. Sebastián quedó quieto y paralizado por la sorpresa de aquellas palabras.
-Sin conocerlo yo diría que es usted amable y tan inteligente o más que cualquiera –una leve sonrisa apareció en el rostro del extranjero mientras hablaba.
-Gracias. Es una pena que usted no tenga sitio en la lonja durante las reuniones, al menos habría alguien que valorara todo lo que he hecho para mejorar.
-Yo sólo expresé una opinión, no tengo nada en contra tuya y lo sabes –musitó Sebastián mirando hacia la estantería de botellas que acumulaba polvo tras la barra.
-No importa, tampoco estaba muy interesado en ocupar el puesto, –en ese momento un gran trueno estalló en la calle. La tormenta se estaba acercando y, a juzgar por la velocidad del viento, sería peor que las más funestas previsiones- va siendo hora de volver a casa. Pon la última ronda Jacinto.
-A mí no me apetece, gracias –dijo Sebastián.
-Pon la última ronda –repitió Manuel de manera cortante.
El ruido de la puerta hizo que todos se giraran. En la taberna apareció una figura pequeña, ataviada con un impermeable.
-¡Javito!, ¿qué diantre haces aquí?. La tormenta ya viene, vuelve a casa.
-He venido a decirte que mamá te espera con la cena preparada –dijo llevándose las manos a la espalda y balanceándose ligeramente.
-Vale, gracias. Dile que voy enseguida, en cuanto termine de charlar con estos señores.
Entonces Manuel vio algo que no olvidaría en toda su vida; Javito dejó de moverse y su rostro perdió la juventud por un segundo. Lentamente giró, como obligado, la cabeza en dirección al extranjero. La sombra de su rostro desapareció y volvió a ser el Javito nervioso y preguntón de siempre.
-¿Qué significa gárrulo? –inquirió señalando la gran maleta que se posaba sobre la mesa.
-No molestes a ese buen hombre. Vuelve a casa que es tarde para que estés paseando por ahí
-No se preocupe, me encantan los niños, de hecho, son mi mejor público –había algo en ese hombre que ponía nervioso a Manuel, algo nebuloso-, pues verás, gárrulo significa que una persona es muy habladora o que un objeto hace un ruido continuado. El gárrulo mudo es el nombre de mi compañía, ya que a veces, sin hablar, mis marionetas expresan más que personas demasiado charlatanas.
-No lo entiendo –reconoció Javito rascándose la cabeza.
-Es normal, jeje. No debes entenderlo, sólo has de disfrutar con mis historias.
-¿Me cuentas una?
-Pero... –comenzó el padre.
-No me molesta, en serio. Lo haré encantado. Acércate Javito, precisamente estaba leyendo un libro que cuenta una historia que te encantará.
El niño se aproximó a hojear el libro mientras que el extraño empezaba a hablar pausadamente, con un tono hipnotizante:

Existió una vez un joven en un país tan lejano como puedas imaginar. Era un ser tan hermoso que todas las mujeres del reino, casadas o no, se morían por una sola mirada suya. Sin embargo, conocedor de su belleza, el joven no lograba encontrar a la pareja que estuviera a la altura de su talante. Por más que buscaba una mujer que le hiciera sentir aquello tan extraño de lo que le hablaban sus amigos, no lograba sino aburrirse sin remedio. ¿Qué sería eso que todos llamaban amor?.
Un buen día, harto de tanta soledad, cogió sus cosas y marchó seguro de visitar pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, en busca de su amada. Y vagó durante años, recorriendo el reino a lo largo y a lo ancho sin éxito, sintiéndose cada vez más huraño y solitario. Una noche de verano, mientras paseaba la borrachera por las calles de un pequeño pueblo, ocurrió algo increíble. Ante sus ojos apareció una mujer extraordinaria, cuyo rostro lograba bordar la línea entre la locura y la sensatez. Llevaba de la mano a un niño muy serio y algo pálido y ninguno de los dos hablaba. Pasaron junto al joven y éste, eclipsado por la perfección de la chica, no pudo hacer otra cosa que apoyar la espalda en la pared mientras ambos se alejaban.
Al día siguiente inspeccionó casa por casa y nadie la conocía, “no creo que fuera del pueblo, seguro que sólo estaba de paso” le dijo una vecina ante la desesperación de nuestro apuesto amigo. Esa noche volvió a emborracharse, esta vez por mal de amores, y a deambular sin rumbo fijo. Entonces, más o menos a la misma hora que la noche anterior, volvió a verla. Llevaba el mismo vestido pero esta vez iba acompañada por un hombre alto y robusto, también de rostro grave. La mezcla de fascinación y alcohol hizo que tampoco en esa vez pudiera moverse ni decir una sola palabra. La mujer volvió a perderse en la noche.
Angustiado por su estupidez, el joven volvió al bar del pueblo a seguir bebiendo. Allí encontró dos hombres hablando en la barra (al igual que tu padre y ese señor). De esa manera se enteró que el pueblo estaba siendo azotado por una extraña enfermedad que causaba unas fiebres muy altas. Dicho mal ya había engendrado dos muertes, la de un chico y su padre. Anonadado descubrió la gran verdad de todo aquello: aquellas dos personas eran las que acompañaban a su amada, por lo cual, él se había enamorado de la muerte misma.
Ciego por conseguir su amor, el chico trazó un plan perfecto que llevaría a cabo en un solo día. Se afeitó, cortó su melena y cuando caía la tarde se acercó a la plaza mayor del pueblo donde conquistó sin apenas hablar a una joven que por allí paseaba. La invitó a cenar y la llevó a la habitación que ocupaba en un pequeño hostal de las afueras. Una vez allí la distrajo con conversaciones sin sentido hasta que empezó a hacerse tarde. Entonces saltó sobre ella y la asfixió con sus propias manos. Dejó su cuerpo sobre la cama y esperó agazapado en un rincón.
Al poco tiempo la puerta se abrió y la hermosa dama hizo su entrada en la habitación. La chica, como si hubiese estado dormida, se levantó lentamente y sin decir nada ambas se fueron. En ese momento el joven salió de su escondite y las siguió a ambas disipándose con ellas en la espesura del bosque.
Al día siguiente la dueña del hostal encontró el cuerpo sin vida de la chica, al joven sin embargo, y aunque sus cosas siguieran en su sitio, jamás volvieron a verlo...

-¡No me ha gustado tu cuento!, me da miedo –dijo Javito dando un paso atrás.
-¡Jajaja!, supongo que los niños de hoy en día están acostumbrados a: ...y fueron felices y comieron perdices. –bromeó el extranjero.
-Vuelve a casa Javito, no lo volveré a repetir –y señaló la puerta- dile a mamá que voy inmediatamente.
-Sí, lo siento –obedeció el niño saliendo a toda prisa de la taberna. En ese momento Sebastián se llevó la jarra a los labios al tiempo que decía con palabras lapidarias:
-No sé cómo permites que tu hijo visite lugares como éste y a estas horas –Manuel notó como la rabia, su vieja compañera, gateaba por su cuerpo produciendo un suave cosquilleo.
-Ni se te ocurra. No me digas cómo tengo que educar a mi hijo. Soy un buen padre para él y no consiento que se diga lo contrario.
-Yo sólo he dado mi opinión –se excusó encogiéndose de hombros.
-Pues ya me estoy hartando de tus opiniones. No me conoces, no sabes nada sobre mí, así que no vuelvas a hacerlo.
-Tranquilo, hombre. Yo lo que digo es que este niño ha estado mucho tiempo sin su padre y eso puede afectarle.
En aquel preciso instante lo oyó. Años más tarde, cuando ya todo estuvo perdido, intentó convencerse a sí mismo de que no ocurrió, pero lo oyó. Era la voz del extranjero que salía de su propia cabeza. Un pensamiento que él no había creado. “Lo sabes y no quieres reconocerlo. Estuviste mucho tiempo con tu tratamiento. Mucho tiempo que cualquiera podría aprovechar para hablar con Matilde, para ocupar tu puesto. ¿Quién la visitaba cuando tú no estabas?, ¿quién calentó sus frías noches y regaló chucherías a Javito?, ¿quién?. No me digas que no lo sabes. Todo se nubló, la injuria volvió a repetirse. Manuel no veía nada, ni siquiera escuchó el sonido de la puerta, ni la voz de su hijo.
-Papá, se me olvidaba decirte que mamá quiere que lleves la leña para... –Javito no pudo continuar, porque el hombre que había allí no era su padre. Se había transformado otra vez en el ogro.
El golpe resonó en la habitación como un trueno. Alguien que pasara por la calle hubiera podido pensar que la tormenta había llegado sin miedo a equivocarse. Sebastián cayó al suelo inconsciente y comenzó a sangrar profusamente. Manuel fue recuperando la cordura cuando volvió la cabeza hacia su hijo. Allí estaba aquella funesta expresión de la que tanto había huido. El miedo dominaba sus suaves facciones convirtiendo su rostro en una aciaga mueca. El padre intentó acercarse pero al primer paso Javito salió corriendo y se perdió por las calles del pueblo.
Lentamente el extranjero cogió su maleta y se alzó. Era inmenso y extremadamente escuálido. Con pasos largos abandonó la taberna dejando la fatídica escena con una leve sonrisa. Al salir a la calle el viento había cesado. La calma vaticinaba la tempestad. Todo estaba desierto, sólo una persona se vislumbraba a lo lejos dirigiéndose hacia allí. Lánguidamente ambos avanzaban por el paseo marítimo y al cruzarse el forastero saludó con la mano.
-Buenas noches, Sebastián. Menuda tormenta se avecina.
Extrañado, Sebastián se volvió y observó alejarse al insólito personaje. Mientras se perdía entre la niebla, sombras extravagantes procedentes de las calles salían a su encuentro, como acudiendo a su llamada, y desaparecían con él en la lejanía.


por Abraham price.

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